Alberto era bajito y un poco entrado en cintura. Tenía unos 55 años. Trabajaba como gruista. Tenía un sentido de humor ágil y curtido, repleto de chascarrillos aprendidos en obra. A veces fuertes, guarros y groseros. Era listo e ingenioso. Resolutivo. Las había pasado canutas. Desahuciado, Tuvo que vivir incluso en el coche con su mujer, buscando aparcamientos donde dormir y de los que a primera hora irse para que no le llamaran la atención. Era fumador. Con una maquinita se hacia los cigarros. Bueno, se los hacia su mujer. Tenía un corazón gigante, sensible, tierno y cariñoso. También era diabético, y una rodilla no le dejaba vivir. A veces, al volver de casa, tenía que parar por veinte minutos y descansar. Pero sus dolores no le achantaban en su carrera por mantener a su familia. Su casa era un bazar de cosas encontradas por la calle. Su decoración era de desecho. Vivía sin calefacción. Un día me impresiono al decirme que el pan es caro. Ahí comprendí la escala del dinero y hasta donde puede llegar la economía de subsistencia de una familia y hasta donde su puede mirar el dinero. Su alimentación era mala y comprarse una pata de jamón para navidad, jamón serrano, un acontecimiento familiar.
Esteban era de altura media, delgado, con una pequeña protuberancia en la barriga. Nervioso, muy gestual, con una sonrisa amplia y ojos vivarachos. Era un puro nervio. La suerte no le estaba sonriendo últimamente, y un día se me acercó para pedirme dinero. Poco a poco fuimos conociéndonos y sabiendo más detalles de la vida del otro. Era un fantástico músico. Con un gusto exquisito para el sonido. Su local era una delicia en detalles. Todo se lo hizo el. Su coche no pasaba la ITV desde hacía 4 años. 4 años de penurias, de dinero justo, de trapicheos, de deudas persecutorias. Tenía un buen colchón, una buena casa que era lo último que quería vender. Antes de eso se deshizo de altavoces, batería, piano… con mucho dolor y a bajo precio. Incluso le estafaron por Wallapop y un simulacro de pago por PayPal. La alternativa era cerrar el local e irse a un barco, romper la familia y alejarse por eternos meses en alta mar, mandando dinero a una familia cuyo capitán estaría en otro barco. Le iba a visitar con frecuencia, a ver qué tal le sonreía la fortuna, si las cajas iban a más, si las deudas con el arrendador se iban reduciendo, si la hipoteca de la casa se podía ir pagando, si había dinero para pagar a los proveedores de cerveza o vino. En esas semanas viví las peripecias de un traspaso, los feos subterfugios de posibles ofertantes que no sé hasta qué punto estaban debidos a que se transparentaban sus ansias locas por vender a toda velocidad.
German era americano de nacimiento, quizás un poco más joven que yo. Nunca me emborraché con él. Tenía la dificultad de explicar lo sencillo como complicado pero su tesón hacia que se llegara al punto final. Vivía en una casa heredada de sus padres, sin llaves en las puertas. Solo tenía calor en su habitación, el resto de la casa era un tempano de hielo. Tuvo un hijo y al poco se separó. Era buena gente. Raro, pero con corazón y algún problema psiquiátrico. Se ilusionaba con la ciencia, con los avances, y era inventor. Patentaba y estaba obsesionado con que le copiaran. Hacia unos planos de cad milimétricos explicando sus diseños al detalle con todo lujo de anotaciones. A veces nos llamamos. Su hijo le ha devuelto la ilusión y vive para él. Su madre se suicidó cuando era joven. Nunca sabré lo que es eso y como te puede marcar para el resto de tu vida.