El beso
La encontré de espaldas entre el bullicio del aeropuerto. Ella se giró y nos vimos. Sin perder la mirada nos acercamos acelerados el uno al otro. Su proximidad se hizo intensa. Mi corazón latía con fuerza. Sentí su rostro acercarse. Nuestros labios se pegaron. ¡Por fin juntos! El solo contacto de su boca me elevó con vértigo. Nuestras lenguas se soldaron y se perdieron en mil piruetas. Su respiración jadeante me hizo latir mas fuerte si cabe. Perdimos la conciencia de donde nos hallábamos. El tiempo se hizo eterno. ¿En qué día estábamos?

La muerte
Lo presentía. Me puse al lado de su cama. No sabía en qué momento estábamos. Los niños salieron de la habitación. Una arcada fuerte. Allí quedó. Se fue. La llamé mil veces. Ya no estaba. Cada vez que pronunciaba su nombre sin respuesta la sentía más lejos. Fue el momento. Ya no más. Todo terminó. Era el comienzo sin ella.

Pánico
Estaba mal. Aquello se hundiría. Aquellas se hundirían. No aguantarían. No podía ser. Pero seguían en pie. ¿Qué estaba mal calculado? ¿Cómo podía ser? ¿Por qué tanta confusión? ¿Cómo le entraba la carga? Debía salir a consultar con el calculista. Tuve que dejar los archivos abiertos. Llegaba tarde. Por el camino la llamé. Me cogió el teléfono. La expliqué. Coche y móvil en mano. Precipitación. La carga le entra por la soldadura al soporte. El conector no trabaja a flexión. El pilar está salvado. Los pilares están salvados. Ni cárcel ni ruina ni muerte. Una voz femenina me salvaba la vida. Una voz me descargaba de las cien toneladas sobre mi. Los otros calculistas están equivocados. A los cuatro días entendí por qué.

Desencuentro
– ¿Dónde están los papeles?
– ¿Por qué no me los dijiste ayer por la noche?
-Ayer te dije que esta mañana iríamos
-Iremos esta tarde
-Llevamos más de una semana sin pagarlo
-Entras aquí angustiado y me soliviantas
-Angustiado no, hemos de hacerlo.

Manuel Monroy, diciembre de dosmildiecinueve