Antonio media uno ochenta. Ojos verdes, mentón triangular, rostro afilado, estudió para mecánico de vuelo. De joven vivió en un barrio acomodado de Madrid y estudio en un colegio privado. Era una máquina de ligar. Le recuerdo llorando un día porque su padre esperaba algo más de el que fuera mecánico de aviones. Se casó y se divorció. La segunda vez se emparejó. Una noche saliendo los cuatro, me sorprendió ver como su mujer lo humillaba ante nosotros. Yo salí en su defensa con una jocosidad entrecortada y barrunté el calvario que podría significar su matrimonio en la intimidad. Tenía una emocionalidad difícil y una sexualidad algo descontrola y después de años de sutiles tratamientos farmacológicos mantenía un cierto equilibrio vital. Me enseño mucho de farmacopea.
Por las noches tomaba un neuroléptico para dormir que no le dejaba huella al despertar, creo que risperidona, y se administraba a su manera un antidepresivo, rompiendo todas las normas, dos veces a la semana. Así mantenía a ralla una libido algo desbordada sin aniquilarla.

Era ateo empedernido.

El primer recuerdo que tengo de Ricardo es de alguien serio. Más alto que la media, le gustaba el tenis, la bicicleta e irse de cañas.

De rostro alargado y ojos claros, era de risa fácil y sonrisa simpática. La suya me recordaba a la de Antoni Quin. En sus mejillas, se dibujaban entonces dos grandes surcos que eran como un abrazo a la humanidad. Habilidoso socialmente, nos reíamos mucho cuando quedábamos hasta que nos cansábamos de superficialidades y nos poníamos a pensar. Entonces discutíamos. El de forma muy agresiva. Era de moral muy elástica, excesiva e incomprensible para mi.

Meticuloso, tuvo un gesto de generosidad hacia mi como pocos recuerdo, y cuando tiempo después se lo recordé agradecido, el no reconocía haberlo tenido. Desconcertante.

 

Elsa tenía 50 años. Mujer de curvas y grandes senos, confesaba sin pudor que la encantaba mostrarlos a través de un generoso escote.

Trabajaba despachando clientes en una estación de autobuses.

La gustaba que la preguntasen. Casada, insatisfecha con un marido que se venía rápido buscaba relaciones que la compensaran. Aquella tarde de sábado en la que hablamos, había quedado con un amigo para bailar y acostarse. Su marido estaba de viaje. Su amante la pidió que llevara un vestido sin más. Sin mas debajo.

Para saldar una deuda del marido, hizo un trio con el jefe de el y su sobrino. Le gustó, pero no repitió pese a que se lo pidieron. El marido nunca supo que la deuda fue pagada de esa manera.

La primera impresión de Andrea fue que era educada. Y lo fue. Mujer de pocos juicios, y puntuales broches de humor. De mediana edad, decía encontrarse bien y tranquila. Tuvo una relación que acabó. La gustaba charlar. Era maestra de redacción. La gustaba viajar, el cine, el teatro, la música, pasear…
Me citó a Umberto Eco. Llamaba a las cosas por su nombre. Era respetuosa.

 

Gilian era un torbellino y cuando hablaba me aceleraba el corazón. Mezclaba los asuntos y pasaba de uno a otro de forma desconcertante. Amable, de mentón puntiagudo, tenía un ingenio natural difícil de encontrar.
Curvilínea, ojos pardos, pelo teñido, podía pasar de un estado de ánimo a otro en un instante. Mientras que algunas las cazaba al vuelo, otras pasaban años sin cogerlas.

Manuel 2019