Miré con asombro aquel pequeño bellaco. Era cuando tenía mi estudio en un garaje. La puerta era metálica y ellos la golpeaban con estridencia reclamando que jugara con ellos. Aquel día estaba muy apresurado. Salí con aire de disgusto y mi cara debía reflejarlo. Eran críos marroquíes que solo querían jugar. Mi enfado se les debió transparentar. Otras veces les daba chuches y bizcochos. Ese día solo una mirada severa.
No volvieron. No entendieron que las prisas de un hombre adulto son capaces de romper los más lúdicos juegos, los más infantiles deseos de un corazón tierno. Pasó el tiempo. Nunca volvieron. Me los encontré años más tarde por el pueblo, ya crecidos. No nos saludamos.
Por un tiempo estuve recordando aquel aire jovial de sus juegos intemporales, de sus deseos de entretenerme y compartir golosinas, de sus repiqueteos en la puerta y sus huidas carcajeantes en tropel.
Hace más de veinte años que ocurrió. Sin embargo, hoy lo recuerdo con un poso de amargura. De cómo rompí sin piedad un trozo de sus ilusiones, de su vida entretenida y lúdica.
Manuel Monroy, diciembre de 2019